martes, 13 de abril de 2010

El humanismo en el medioevo.


Leyendo el libro titulado UN HUMANISTA CONTEMPORANEO, escritos y conferencias, de SALVATORE PULEDDA, extraigo estos párrafos que revelan el proceso de continuidad de la historia humana, concebido como una acumulación creciente de libertad y profundidad personal, social y política.
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El humanismo renacentista se desarrolla en un arco de tiempo que aproximadamente se extiende 150 años, desde la segunda mitad del siglo XIV hasta finales del siglo XVI. Para Italia, y en general para Europa, éste es un período de extraordinaria aceleración histórica en el que los acontecimientos se suceden a ritmo vertiginoso, produciendo radicales transformaciones políticas y espirituales.

Para la Edad Media cristiana, la tierra es el lugar de la culpa y el sufrimiento; un valle de lágrimas en el que la humanidad ha sido arrojada por el pecado de Adán y del que sólo es deseable huir. El hombre en sí no es nada y nada puede hacer por sí solo: sus deseos mundanos son solamente locura y soberbia; su obras, no más que polvo. El hombre puede aspirar sólo al perdón de un Dios infinitamente lejano en su perfección y trascendencia, que concede su gracia según designios inescrutables.

A su vez, la organización social coincide con esta visión cosmológica cerrada y jerárquica: los nobles y las clases subalternas de los burgueses y los siervos se encuentran rígidamente separadas y se perpetúan por vía hereditaria. En el vértice del poder están los dos guías del pueblo cristiano: el Papa y el Emperador, a veces aliados, pero a menudo enfrentados en duras luchas por la preeminencia jerárquica. La organización económica sigue el mismo esquema general. En el Medioevo, al menos hasta el siglo XI, también la economía es un sistema cerrado, basado en el consumo del producto en el lugar de producción.

Frente a ese encuadre la cultura del humanismo rechaza totalmente la visión medieval y, en su esfuerzo por construir una humanidad y un mundo completamente renovados, toma como modelo a la civilización clásica greco-romana, rescatando la experiencia de una civilización a la que se le atribuyen esas potencialidades originarias de la humanidad que el Medioevo cristiano había destruido u olvidado.

La literatura greco-latina, que de esta manera vuelve a la luz, se refiere a la vida terrena. Es una literatura que habla de los hombres de este mundo, radicalmente diversa a la literatura cristiana de los libros sagrados, de los padres de la Iglesia, de los doctores medievales, donde Dios y la vida ultraterrena constituyen el centro de todo interés.

Luego, después de casi mil años de cultura cristiana, reaparece en Occidente el ideal de "humanitas", es decir la confianza en el inmenso poder formador que la filosofía, la poesía y las artes ejercen sobre la personalidad humana, que fue característica de Grecia primero y de Roma más tarde, y en la que se identifica la esencia misma del humanismo renacentista.

Toda la literatura del humanismo se concentra en exaltar al hombre y reafirmar su dignidad en oposición a la desvalorización operada por el Medioevo cristiano. No obstante la diversidad de los temas, todos apuntan a un objetivo común: recobrar la fe en la creatividad del hombre, en su capacidad de transformar el mundo y construir su propio destino.

Una gran figura humanista fue Lorenzo Valla, quien ataca en su diálogo "De voluptate" (El placer) uno de los aspectos centrales de la ética medieval: basada en el rechazo del cuerpo y el placer. Valla arremete en dura polémica contra toda moral ascética, ya sea estoica o cristiana, que lleve al hombre a humillar su cuerpo y a rechazar el placer. Para Valla toda acción humana —aun aquella que parece dictada por otros móviles— está motivada por fines hedonistas. Incluso el aspirar a una vida después de la muerte se encuadra en este sentido. ¿Qué puede ser, en efecto, más hedonista que una vida celeste que las Sagradas Escrituras designan con la expresión "paradisus voluptatis" (paraíso del placer).

Valla plantea que en el hombre no puede haber una oposición entre cuerpo y espíritu, como no puede existir una parte buena y otra condenada a priori. El placer, lejos de ser un pecado es más bien un don divino ("divina voluptas"). En el placer, la naturaleza se expresa con toda su fuerza y de la manera que le es más propia. Invirtiendo los términos del problema, Valla llega a afirmar que peca verdaderamente quien humilla y reprime la naturaleza que palpita en nosotros, rehusando el amor físico y la belleza.

León Battista Alberti —que fue filósofo, matemático, músico y arquitecto— es una de esas extraordinarias personalidades universales en la época del Renacimiento. El centro de sus reflexiones es que la acción humana es capaz de vencer hasta al Destino. En el Prólogo a los libros "Della famiglia" (La familia), Alberti niega todo valor a la vida ascética, rechaza toda visión pesimista del hombre y otorga a la acción humana la prosperidad de la familia y la ciudad, asi como la fuerte capacidad de querer y obrar, también en los campos sociales y políticos, siendo superior al Destino mismo. Y si en algunos casos la «Fortuna» parece superar a la virtud, esta derrota es sólo temporánea y puede tener una función educadora y creativa. Por consiguiente, en la concepción de Alberti no hay lugar para el retiro del mundo ni para la sumisión del hombre al Destino; al contrario, la verdadera dignidad humana se manifiesta en la acción transformadora de la naturaleza y de la sociedad. Planteando incluso que a través del ejercicio de las virtudes sociales, es posible la verdadera glorificación de Dios.

Protagonista del movimiento neoplatónico y exponente central de la Academia florentina, fue Marsilio Ficino, quien protegido por los Medici, le encargan traducir del griego al latín todas las obras de Platón y varios textos de los neo-platónicos antiguos. Pero la obra que tuvo mayor importancia en la construcción del pensamiento filosófico del Renacimiento fueron los textos herméticos, que contienen enseñanzas filosóficas, prácticas mágicas y alquímicas. Según la crítica moderna fueron escritos probablemente entre el siglo II A.C. y el siglo III D.C. y son expresión de ambientes religiosos greco-egipcios.

Ficino y sus contemporáneos atribuyeron a estas obras una gran antigüedad y creyeron redescubrir en ellas la religión egipcia, o lo que es más trascendente, la religión originaria de la humanidad, que habría pasado luego a Moisés y a las grandes figuras del mundo pagano y cristiano: Zaratustra, Orfeo, Pitágoras, Platón y Agustín. Ficino llegó a creer que existió siempre, en todos los pueblos, una forma de religión natural que habría asumido aspectos diversos en las distintas épocas y en los diversos pueblos.

Esta concepción resolvía el problema, tan sentido en aquellos tiempos, de la conciliación entre diferentes religiones (especialmente el Cristianismo y el Islam), y la cuestión de la Providencia divina para los pueblos que, por razones históricas y geográficas, no habían podido conocer el mensaje cristiano. De esta manera el Cristianismo era redimensionado a una religión histórica, a una manifestación de la religión primitiva de la humanidad. Aún más, la verdadera raíz del Cristianismo debía ser buscada en aquella religión originaria y no en las formas barbáricas de la Iglesia medieval, con su Santa Inquisición enarbolada como juez supremo.

Ficino es una figura filosófica compleja, preocupada sobre todo por conciliar la dignidad y la libertad del hombre, exaltadas por el primer Humanismo. Del neoplatonismo antiguo Ficino retoma la idea de la manifestación de la divinidad, el Uno, en todos los planos del ser, por un proceso de «emanación». No hay, por tanto, un abismo entre el hombre y la naturaleza por un lado y Dios por el otro, sino un pasaje ininterrumpido que va de Dios al ángel, al hombre, a los animales, a las plantas, a los minerales. El hombre está al centro de esta escala de seres y es el vínculo entre lo que es eterno y lo que está en el tiempo. El alma humana, punto medio y espejo de todas las cosas, puede contener en sí todo el universo.

Otro destacado pensador humanista, Giovanni Pico della Mirándola, presenta su concepción del ser humano en una oración sobre la Dignidad del hombre, y lo hace con un artificio retórico de gran efecto: Dios explica cómo ha creado al ser humano. He aquí el texto: "No te he dado un rostro, ni un lugar propio, ni don alguno que te sea peculiar, Oh Adán, para que tu rostro, tu lugar y tus dones tú los quieras, los conquistes y los poseas por ti mismo. La naturaleza encierra a otras especies en leyes por mí establecidas. Pero tú, que no estás sometido a ningún límite, con tu propio arbitrio, al que te he confiado, te defines a tí mismo. Te he colocado en el centro del mundo, para que puedas contemplar mejor lo que éste contiene. No te creado ni celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal, para que por tí mismo, libremente, como un buen pintor o hábil escultor, plasmes tu propia imagen. Podrás degenerar en cosas inferiores, como son las bestias; podrás, según tu voluntad, regenerarte en cosas superiores, que son divinas".

El ser humano es, por lo tanto, un puro existir que se construye a sí mismo a través de lo que elige. Es difícil subestimar la importancia de tal concepción de ser humano y la influencia que ésta ha ejercido directa o indirectamente hasta nuestros días. Esta concepción rompe con todo determinismo y coloca a la esencia humana en la dimensión de la libertad.

El hombre es el alma del mundo y el mundo es el cuerpo del hombre. Pero la conciencia de sí, que el hombre confiere al mundo, humanizándolo en cierta medida, coloca al hombre por encima del mundo. Esta concepción, por el valor supremo que atribuye al hombre, bien puede ser considerada como digno epígrafe de la filosofía del humanismo.